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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 451 | Octubre 2019

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Centroamérica

Las utopías en la región centroamericana (2) Los sueños y las pesadillas en la literatura

¿Cómo valoraron varios escritores de El Salvador y de Guatemala las utopías que sus países vivieron en los años 80? Hay páginas que van de la instatisfacción al asco, de la decepción al cinismo. Sólo en Nicaragua, en las memorias de dos de sus escritores más universales, escritas poco después de la derrota electoral de la revolución, el sueño utópico encuentra un sentido.

José Luis Rocha

Los escritores de Centroamérica también soñaron en los años 80 en vivir en países sin injusticias. Una guerra sacrificial fue la ineluctable senda que algunos les señalaron y que siguiéndola, los dejó perplejos, decepcionados, emigrados... Del suelo abonado con sangre quisieron luego pepenar la utopía de la paz. Pero esa utopía parece hoy tan inalcanzable como la anterior. Se aleja en el horizonte conforme se palpan las incertidumbres de la nueva violencia y las dificultades para vivir con las reglas del juego del neoliberalismo. Por eso sus desencantos han sido tanto o más dolorosos que los de los analistas sociales, cuyas reflexiones veíamos en el texto anterior. En la literatura regional que siguió a las luchas guerrilleras, la valoración de dos escritores nicaragüenses -quizás por haber rozado el sueño- nos deja un sabor menos amargo que el de sus colegas salvadoreños y guatemaltecos.

LITERATURA CON POLO A TIERRA


Un personaje de la novela de Mario Vargas Llosa, “El paraíso en la otra esquina”, reflexiona sobre los sufrimientos ficticios de los literatos: “¿Qué se podía esperar de los poetas, aunque fueran obreros? Eran otros monstruos de egoísmo, ciegos y sordos a la suerte del prójimo, unos narcisos hechizados con los sufrimientos que se inventaban para poder cantarlos”.

No sucedió así en Centroamérica, donde los literatos han mostrado una sensibilidad exquisita para penetrar mucho más que las ciencias sociales en los sufrimientos que tienen por origen los avatares de las utopías y sus consecuencias.

Es notorio el tono relativamente sombrío de parte importante de su producción reciente. No andan descaminados. En una demostración de tener un polo a tierra, conectado a las decepciones cotidianas, literatos de los tres países que tuvieron guerrillas de izquierda -El Salvador, Guatemala y Nicaragua- han tomado el pulso a los sueños utópicos.

APENAS, UN SOBREVIVIENTE


El personaje principal de la novela “Camino de hormigas”, del salvadoreño Miguel Huezo Mixco, lanza en las primeras páginas una expresión reveladora: “La utopía, amigo, no muere sola”.

La razón queda clara en líneas previas: “Me atacaban rachas de frustración y pasaba horas mirando fijamente la pantalla de mi vieja computadora, sin teclear, esperando que de allí emergiera alguna revelación, atormentado por la certeza de que mis resortes estaban adormecidos. Tenía la sensación de que mi existencia se resecaba a medida que esperaba el cambio de luces en las esquinas”. Esa ansiedad viene acompañada de un declive físico: “He perdido pelo y ganado grasa abdominal. El glaucoma devora la visión de mi ojo derecho… Cuando me observo en el espejo descubro la imagen de un desconocido”.

Y aunque esas afecciones no son excepcionales en la madurez, Huezo Mixco las inserta en un extenso catálogo donde el protagonista de su novela, antes guerrillero y ahora mozo de establo en Estados Unidos, convertido en un “Hércules de la inopia”, encarna el deplorable estado de la utopía por la que antes luchó. Su ciclo vital coincide con el ciclo revolucionario y la decadencia corporal se identifica con la decadencia de las ilusiones de la vida que se va, de la vida que ya no es como era antes y de la erosión de los sueños que le dieron aliento a la vida.

Más adelante introduce una expresión de triunfo precario y acaso efímero: “La escritura me hizo distinguir que entre los sobrevivientes de una guerra hay dos grupos de seres: los que se salvaron de morir y los que volvieron a la vida. Creo que por ahora he conseguido colarme en el segundo grupo”. Desde ese presente de apenas sobreviviente, lanza una mirada desencantada hacia el pasado: “Era tan complicada en aquellos días la vida en pareja. Nos pensábamos como hombres y mujeres nuevos, pero éramos gente normal y corriente. Poco se sabe que los cortejos y apareamientos del amor revolucionario, tan cantados por los poetas de la época, a menudo fueron producto de la pura pasión que tuvo entre sus herramientas favoritas la falsedad”.

VOLVER A NACER... Y A MORIR


El pasado postrevolucionario es una distopía y lo es también el presente. En la novela “Moronga”, de Horacio Castellanos Moya, el protagonista, el escritor Erasmo Aragón, expresa las dificultades de los revolucionarios para insertarse en El Salvador de la postguerra: “El tan manido sueño del retorno, la ilusión de regresar a El Salvador desde México para contribuir con un periódico de nuevo tipo a la llamada ‘transición democrática’, luego del fin de la guerra civil, fue una ilusión que sólo sirvió para arruinar mi presión arterial y para que unos años más tarde saliera del país con la cola entre las patas, derrotado, porque el periódico de marras al poco tiempo quebró, no había anunciantes ni lectores para sostenerlo, pues cuando la gente se acostumbra a comer excrementos es casi imposible cambiarle el paladar con otro tipo de bocadillo, y lo de la ‘transición democrática’ fue aún peor, porque quienes antes eran enemigos a muerte, entonces hicieron mancuerna para el saqueo y el crimen, de tal manera que el país siguió siendo la misma cloaca emporcada de sangre”.

El escritor Erasmo Aragón -acaso un trasunto del mismo Castellanos Moya-, vive los homicidios cotidianos de la violenta postguerra salvadoreña como un engendro que emerge de los escombros de las utopías: de la puesta en práctica de la utopía mercantil neoliberal, y de las entrañas en descomposición de la utopía guerrillera.

Toda esta decadencia proviene en parte de la guerra. Es lo que nos explica el personaje de Huezo Mixco: “El final de la guerra desplegó sobre la mesa un mapa desconcertante. No íbamos a demoler iglesias, ni a tomar edificios públicos para izar banderas rojas. Simplemente volvíamos al mundo endurecido que habíamos ayudado a crear, a recoger lo que teníamos y a descubrir. Fue como volver a nacer. Y a morir”. Volvieron a descubrir las carencias (“lo que nos faltaba”), pero de ahí no surgió una utopía revolucionaria.

GUERRILLEROS EN EL IMPERIO


Estados Unidos también es el escenario de “Moronga”, de Castellanos Moya. Su protagonista, José Zeledón, es también un ex-guerrillero, beneficiario del Estatus de Protección Temporal, conocido como TPS. Esta condición lo sumerge en un universo de otros 190 mil salvadoreños.

A diferencia del personaje de Huezo Mixco, que teje su narración rememorando sus viejas aventuras, el de Castellanos Moya se esfuerza por romper lazos con su pasado: cambió de identidad, niega sus vínculos con la guerrilla y hace todo lo posible por pasar desapercibido.

En ambas novelas la construcción de los protagonistas es altamente significativa: ex-guerrilleros que migran a Estados Unidos. La utopía revolucionaria albergaba en su tuétano un antiimperialismo elaborado con pilas de argumentos. Por eso, situar a ex-guerrilleros como refugiados en el imperio es una forma de anunciar que claudicaron o que la utopía es¬taba equivocada. También el profesor Erasmo Aragón, profesor visitante en una universidad estadounidense, lo confiesa: “Aterricé a mediodía, el segundo domingo de junio, en el aeropuerto Ronald Reagan, pese a que me había prometido a mí mismo nunca utilizar ese aeropuerto con el nombre de un sujeto tan criminal e ignorante, pero ya sabemos que los principios languidecen cuando se trata del bolsillo”.

José Zeledón hace un esfuerzo por resistir: “Yo me formé para accionar sabiendo quién era el enemigo. Todo muy claro. Para usar la violencia había un sentido, una causa”. Es el mismo principio que el dirigente guerrillero Mario Payeras enunció: “La violencia sólo se justifica cuando es todo un pueblo quien recurre a ella”. Sin embargo, Zeledón no consigue convencer a su amigo El Viejo, que quiere reclutarlo para una labor de sicariato: “No es mi rollo matar por dinero, Viejo. Menos por encargo de esa gente. No me hace clic -le dice, limpiándose las encías con la lengua-. ¿Y cuál es la diferencia?, le responde El Viejo”.

El Viejo niega toda mística a la violencia de la guerrilla. Unas pocas páginas antes, Zeledón nos deja ver que con ese nuevo credo, “si iba a entrar de nuevo en acción, debía ver las cosas de otra manera, como el puro negocio que eran”. Quizás ésta es una alusión no tan velada a que, para varios dirigentes del FMLN, la guerra terminó siendo un negocio para catapultar sus carreras políticas o para ubicarse en el mercado con credenciales.

ROBOCOP: DE TROPA ÉLITE A SICARIO


En “El arma en el hombre”, Castellanos Moya nos presenta a un personaje del otro bando, un ex-militar que llega a la era de la paz sin asideros vitales y vestido de guerra: “Los del pelotón me decían Robocop. Pertenecí al batallón Acahuapa [alusión a las tropas de élite del batallón Atlacatl], a la tropa de asalto, pero cuando la guerra terminó me desmovilizaron. Entonces quedé en el aire: mis únicas pertenencias eran dos fusiles AK-47, un M-16, una docena de cargadores, ocho granadas fragmentarias, mi pistola nueve milímetros y un cheque equivalente a mi salario de tres meses, que me entregaron como indemnización”.

La reducción del ejército y los planes para los desmovilizados no libraron a Robocop de una sensación de orfandad cuando quedó excluido de la institución armada que lo había adoptado: “Pese a las charlas en las que los jefes nos explicaban los alcances de la paz y presentaban opciones para nuestro futuro, supe que mi vida estaba a punto de cambiar, como si de pronto fuese a quedar huérfano: las Fuerzas Armadas habían sido mi padre y el batallón Acahuapa mi madre. No me podía imaginar de la noche a la mañana convertido en un civil, en un desempleado.” Las propuestas no eran convincentes: “Ahora los jefes decían que algunos desmovilizados pasaríamos a distintas unidades, que otros podríamos entrar a las empresas privadas de seguridad y que también estaba la opción de recibir ‘cursos de reinserción’ que nos permitirían aprender un oficio para conseguir un empleo”. Su decepción no es sólo personal. El desmoronamiento de su viejo mundo abarcó su ideal colectivo: “La policía ya no pertenecía a las Fuerzas Armadas. Se había formado un nuevo cuerpo infiltrado por los terroristas”.

Robocop cifraba sus esperanzas en remanentes de la guerra: “Con la certeza de que no había regreso a las barracas, pensaba que gracias a Dios se me había ocurrido ir acumulando los fusiles y las granadas, porque ahora me servirían para salir adelante”.

Con esos pertrechos y los contactos con antiguos camaradas, Robocop emprende una carrera como sicario, que inicia con el asesinato de David Celis, seudónimo con el que Castellanos Moya alude a Francisco Velis, asesinado por un ex-policía el 25 de octubre de 1993, cuando era candidato a diputado por el FMLN. El asesinato de Velis formó parte de una serie de ejecuciones de ex-comandantes guerrilleros, inmediatamente después de la firma de los acuerdos de paz en 1992.

Las reacciones oficiales y de la opinión pública ante el asesinato confirman a Robocop que hubo un cambio de época: “Las cosas habían cambiado. Unos años atrás nadie hubiera dicho nada porque se liquidara a un terrorista, pero ahora con ese palabrerío de la democracia, tipos como yo encontrábamos cada vez mayores dificultades para ejercer nuestro trabajo”.

LOS MISERABLES POLÍTICOS DE LA IZQUIERDA


La nueva era no es un lugar confortable ni para el guerrillero José Zeledón, ni para el soldado Robocop ni para el intelectual Erasmo Aragón, todos comprometidos con uno u otro bando durante el conflicto bélico.

Tampoco lo es para salvadoreños que visitan su país a mediados de los 90, después de 18 años de residir en Montreal y emiten un juicio lapidario sobre el derrotero de las viejas utopías, como refleja en su interminable verborrea Edgardo Vega, protagonista de “El asco”, novela breve de Castellanos Moya: “Un tremendo asco, Moya, un asco tremendísimo es lo que me produce este país. Y sólo he estado quince días, dedicado a hacer los trámites para vender la casa de mi madre, quince días que han bastado para confirmar que aquí no ha sucedido nada, aquí nada ha cambiado, la guerra civil sólo sirvió para que una partida de políticos hicieran de las suyas, los cien mil muertos apenas fueron un recurso macabro para que un grupo de políticos ambiciosos se repartieran el pastel de excrementos... Te puedo asegurar que nunca había visto políticos tan apestosos como los de acá, quizás sea por los cien mil cadáveres que carga cada uno de ellos, quizás la sangre de esos cien mil cadáveres es lo que los hace apestar de esa manera tan particular, quizás el sufrimiento de esos cien mil muertos les impregnó esa manera particular de apestar”.

Su decepción se centra en el FMLN, promesa de la utopía y criadero de políticos en la era de la paz: “Y lo peor son esos miserables políticos de izquierda, Moya, ésos que antes fueron guerrilleros, ésos que antes se hacían llamar comandantes, ésos son los que más asco me producen, nunca creí que hubiera tipos tan farsantes, tan rastreros, tan viles, una verdadera asquerosidad de sujetos, luego que mandaron a la muerte a tanta gente, luego que mandaron al sacrificio a tanto ingenuo, luego que se cansaron de repetir esas estupideces que llamaban sus ideales, ahora se comportan como las ratas más voraces, unas ratas que cambiaron el uniforme militar del guerrillero por el saco y la corbata, unas ratas que cambiaron sus arengas de justicia por cualquier migaja que cae de la mesa de los ricos, unas ratas que lo único que siempre quisieron fue apoderarse del Estado para saquearlo, unas ratas realmente asquerosas, Moya, me da lástima pensar en todos esos imbéciles que murieron a causa de estas ratas, en esas decenas de miles de imbéciles que se hicieron matar por seguir las órdenes de estas ratas que ahora sólo piensan en conseguir la mayor cantidad de dinerito posible para parecerse a los ricos que antes combatían”.

TRAEN LAS GANAS DE MATAR EN LA MIRADA


Castellanos Moya hace eco de la tesis de Torres-Rivas sobre la letalidad de la lucha que tantas víctimas cobró y sobre las divisiones internas: “En aquella época había muchos grupos y siglas y lo que los hermanaba era el sectarismo con el que se combatían”, observa el periodista Erasmo Aragón en “El sueño del retorno”.

La decadencia de la izquierda ya había sido anticipada en “La diáspora”, la primera novela de Castellanos Moya, donde uno de los personajes dice: “Todos los de la dirección del Comité nos salimos. Sólo quedaron los que dicen sí a todo, ya sabes, la inutilidad pura...” Otro personaje destaca el carácter criminal de la dirigencia guerrillera: “Todos esos cerotes se han formado en la escuela de Marcial, aunque ahora renieguen de él. Son unos criminales natos. Yo que vos no me confiaría. Más de alguno debe andar el picahielo escondido bajo la chamarra”.

Erasmo Aragón en “El sueño del retorno”, reafirma esa ansia de matar del ex-guerrillero, presto a transmutarse en sicario: “Míster Rábit se mostraba tan indignado y dispuesto a ser mi cómplice en la ejecución del ex-amante de Eva, pues no se trataba de cualquier cómplice, sino de alguien que sí había liquidado a varios sujetos durante su larga militancia revolucionaria y que por lo mismo estaba acostumbrado a jalar el gatillo sin que le temblara el pulso”.

Robocop y Míster Rábit, antes separados por la ideología, quedan hermanados al aferrarse al único oficio que conocen, el de las armas, aunque sólo son un síntoma de una devoción generalizada que salta a la vista en cada rincón de la ciudad: “Todos quisieran ser militares, todos serían felices si fueran militares, a todos les encantaría ser militares para poder matar con impunidad, todos traen las ganas de matar en la mirada, en la manera de caminar, en la forma en que hablan, todos quisieran ser militares para poder matar, eso significa ser salvadoreño... Ser militar es lo máximo que pueden imaginarse”.

En uno de sus ensayos, Castellanos Moya había reflexionado ya sobre la violencia que ha marcado a El Salvador: “El autoritarismo con sus secuelas atraviesa la familia, la escuela, la empresa y las distintas manifestaciones sociales. De ahí que el proceso de desmilitarización de la sociedad salvadoreña sea lento, por su complejidad y extensión. La transición tiene como objetivo desmilitarizar la esfera del Estado y de la sociedad política en el mediano plazo. No obstante, la consolidación de un sistema democrático requiere que los esquemas de conducta producidos por la militarización a lo largo de varias décadas sean transformados en todos los estratos de la población”.

José Zeledón y el personaje de Huezo Mixco son dos caras de la misma moneda. Esta imagen cobra vida y tiene mayor aplicación al notar que, así como estos dos personajes cambiaron El Salvador por Estados Unidos, la moneda salvadoreña dejó de ser el colón para convertirse en el dólar, en un intento de pasar la página de la guerra y sumergirse de lleno en la globalización.

José Zeledón y Robocop son productos de la Guerra Fría: antitéticos pero mutuamente hermanados y demandados por el narcotráfico y el sicariato. Como el ex-militante de izquierda de “Amores perros”, José Zeledón termina como matón a sueldo, en abierta ruptura con el principio de Payeras, pero, en consonancia con el nuevo espíritu de la época y con las tesis de Moya en “El asco”, termina practicando los actos violentos “como el puro negocio que eran”.

UNA UTOPÍA INVIVIBLE


La narrativa de Guatemala se ha ocupado ampliamente de los sueños de la guerra y de sus resabios en la postguerra. Entre los escritores de ese país, Francisco Goldman es el único que explícitamente rememora el carácter agrarista de la utopía y le añade la vertiente indigenista.

Lo hace en “La larga noche de los pollos blancos” cuando dice: “A Moya le gustan imaginarse una Guatemala que ha evolucionado tanto a partir de las tinieblas presentes, que un día algún futuro presidente, hombre culto y de mundo, dirigiendo la palabra a las Naciones Unidas, podría optar por hacerlo en maya zutuhil, su lengua materna, la de su poblado natal. Y si el propio Moya conquistara alguna vez el poder supremo, qué amplia reforma agraria pondría en marcha, claro, devolviendo, ipso facto, mucha tierra ancestral a los indios”.

Sin embargo, a continuación añade una frase que muestra el escepticismo del narrador ante los intelectuales que fabrican utopías agrarias e indigenistas: “Quizás una Guatemala más justa, o una Guatemala que, como mínimo, expresara los intereses de la mayoría, sería una nación que Moya, que no era aficionado a la vida en el campo ni a ninguna forma de nacionalismo étnico, se sentiría empujado a abandonar, aunque sólo fuese por aburrimiento, para trasladarse a París, con la conciencia tranquila por fin, ¡vos!”

En suma: la concreción de la utopía hubiera sido invivible para quienes la promovieron.

LA FIRMA DE LA PAZ: UNA CLAUDICACIÓN


Esta contradicción entre ser un creador o un emisario de la utopía y creer genuinamente en ella reaparece en Mario Roberto Morales, el narrador guatemalteco que más puntos de coincidencia muestra con el autor de “El asco”, sin duda porque ambos fueron activos militantes de la izquierda en los años 80.

“Los que se fueron por la libre” es un libro testimonial que publicó en 1998. En él narra una precoz decepción que tiene lugar en la Nicaragua que gobernaron los comandantes sandinistas, cuando la Seguridad del Estado del gobierno revolucionario lo confinó por varios meses en la cárcel de El Chipote.

Desde una nueva trinchera, la del periodismo, Morales se enfrenta decepcionado a sus ex-compañeros de armas de la URNG: “En los medios de comunicación escritos he logrado articular un pensamiento crítico de la izquierda representada por la URNG, el cual considero mi victoria personal definitiva sobre los oscuros comandantes que propiciaron mi tortura en Nicaragua. He dicho que su firma de la paz constituye una claudicación, y que los términos de los acuerdos de paz son una traición a los principios e ideales de la revolución que siguen diciendo representar… Ahora afirmo que la revolución, tal y como nosotros la concebimos, murió, y que los comandantes de la URNG la enterraron con los acuerdos de paz”.

Esta conclusión es más dolorosa porque llega acompañada del recuerdo de los compañeros que estaban a su cargo en la ciudad y de cuando estuvo “viendo yo nacer en los ojos de ellos la entrega a la militancia”.

EL CAINISMO DE LOS GUERRILLEROS


“Jinetes en el cielo” es una novela de madurez de Mario Roberto Morales. Por sus páginas desfilan personajes e instituciones de la historia reciente de Guatemala, con sus nombres disfrazados socarronamente: Gaspar Ilom es Melchor, Rigoberta Menchú es Gumersinda Coyoy, Monseñor Juan Gerardi es Alberti, el padre Mario Orantes es Cifuentes, su perro Balú es Balón, Ríos Montt es Cuevas Ruiz y la ODHAG, Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala es la DADH, Defensoría Arzobispal de los Derechos Humanos.

El tema recurrente de la novela es el cainismo entre los guerrilleros, que Morales padeció en carne propia. Morales lo desarrolla en varias situaciones y en comentarios de los protagonistas: “A ese doctorcito lo iban a fusilar sus propios compañeros. No está muy claro si fue herido cuando intentaba salvar a un compañero o si sus compañeros lo balearon”. A las mujeres les iba peor “porque la política de la guerrilla cuando los hombres se enemistan por una mujer es deshacerse de ella”.

Unas páginas después ofrece los motivos del amago de fusilamiento con una afirmación que va en la línea de las críticas de Torres-Rivas: “Eso se debió a que había denunciado que la guerra en Guatemala se estaba perdiendo porque la dirigencia les ordenaba a las columnas guerrilleras provocar al Ejército y retirarse a la montaña dejando inerme y desarmada a la población civil, con lo que la exponía a las masacres”.

Esa tesis la explicita nuevamente, con mayor semejanza a la formulación de Torres-Rivas, pero también con mayor condena: “Ésa no fue una guerra, sino una serie de masacres de gente indefensa. Y la responsabilidad de esa mortandad es tanto del Ejército como de la guerrilla. De unos, por haberla perpetrado, y de los otros por haberla propiciado y permitido. A todos les convino, y todos se beneficiaron de ella. Esa mal llamada guerra fue una vileza cobarde. La mayoría de los muertos la pusieron los civiles indígenas de las comunidades”.

Otro elemento medular es su reiterada afirmación de que los dirigentes jamás se hicieron ilusiones y nunca creyeron en la utopía que proclamaron: “Comprenda que la guerrilla, aquí, ha sido un simulacro siempre. Un simulacro del que nada sabían las bases y mucho menos los idealistas que murieron como moscas”. Este simulacro continuó después de la guerra, cuando “los guerrilleros aceptaron su parte y prometieron no hacer nada como partido político, languidecer y sabotear cualquier otro intento de reconstruir la izquierda”. A cambio, los comandantes obtuvieron un retiro dorado y dejaron de ser una fuerza anti-oligárquica.

JINETES EN EL CIELO
LLEVANDO RESES AL DESPEÑADERO


Aunque no la nombre, es la utopía la que está en el banquillo de los acusados cuando Morales enjuicia a quienes la construyeron: “Son ellos, intelectuales: periodistas y funcionarios de oenegés, los que mantienen a la humanidad alimentándose de mentiras, dándoles liviandad con la cuchara grande. Aquellas amiguitas de Brenda, al igual que Óscar Ramírez, eran las triunfadoras en un valle de lágrimas en el que sólo ríen los que producen los llantos”.

Esos que creyeron en la utopía revolucionaria son quienes dan título a la novela de Morales. Caen una y otra vez, como Sísifo: “Volví a ver jinetes en el cielo arreando reses hacia un despeñadero en el que ellos mismos, sudorosos y con los ojos inyectados, se precipitaban. Aquello se repetía para siempre y, cuando ocurría, la emoción del momento era vivida como la primera vez… Las reses y los jinetes desaparecían en la negrura del abismo, pero siempre venían más y más en el horizonte”.

La utopía llevó a muchos hacia la nada y dejó una Guatemala gobernada “por la Cofradía, el Sindicato y las redes de narcos y contrabandistas, secuestradores y ladrones de automóviles. Así será la paz que nos espera”.

El panorama del siglo 21 que pinta Morales es desalentador: algunos miembros de la izquierda se han vuelto cínicos dirigentes de ONG que inventan proyectos fachada para obtener montos millonarios, mientras “mueven los hilos de los títeres desde la suave penumbra de sus privilegios”.

REMANENTE DE LA GUERRA: COMUNISTAS MILLONARIOS


Otros narradores guatemaltecos se han ocupado de las utopías de otras formas o se han concentrado en utopías distintas, más recientes y más antiguas. Tienen en común con Morales la descripción de una Guatemala de postguerra saturada de amenazas.

“Los sordos” es el relato en que Rodrigo Rey Rosa confronta dos visiones del futuro: la ancestral de los mayas y una especie de utopía donde la felicidad se asienta sobre bases químicas: la utopía campesina versus la utopía médica, en la que los males sicológicos se alivian ingiriendo fármacos. La acción ocurre en un momento indeterminado después de la guerra y Guatemala se ha tornado un país donde las élites no se sienten a gusto. Los secuestros están a la orden del día y también los asesinatos: “Como andan las cosas -dijo Igor-, ya casi nadie tira -se rió de manera siniestra-, si no es a matar”.

En ese nuevo país es imperiosa la gigantesca inversión en seguridad. Uno de los personajes, guardaespaldas despedido y luego extorsionador, tiene su propia explicación: “Guatemala estaba llena de cobardes, se dijo Chepe a sí mismo mientras bebía un vaso de agua en la cocina. Era por eso que el coraje se había convertido en una profesión tan bien pagada”. Según el investigador Robert Brenneman, en 2016 había 39,840 agentes de seguridad privada y Guatemala ocupaba el segundo lugar, sólo superada por Hungría, entre los países donde los guardias de seguridad privada tienen mayor peso demográfico.

En esa Guatemala del siglo 21 se hilvana la violencia presente con los remanentes de la guerra recién pasada: “En el tercer milenio, Guatemala ejercía por fin alguna influencia en la cultura mexicana: los ex-kaibiles empleados por los barones de la droga como guardias personales habían introducido en el gigante norteño la práctica de la decapitación ritual como método intimidatorio”. El mayor remanente de la guerra que señala el autor son los absurdos antes impensables que produce la decadencia de la utopía revolucionaria: “comunistas millonarios”.

LA UTOPÍA FUE CONSUMIDA EN EL PASADO MAYA


Sobre este trasfondo se asienta la trama de “Los sordos”: un presunto secuestro y un misterioso hospital, el Hospital Neurológico Experimental Lara Kubelka, levantado en el altiplano profundo mediante donativos internacionales, que despierta las sospechas de los indígenas que habitan en su vecindad.

Con el andar de la trama, la suspicacia aumenta hasta salirse de quicio. Las Patrullas de Autodefensa Civil están a un pelo de liderar uno de esos linchamientos que tanto han proliferado en la Guatemala de postguerra cuando intervienen las autoridades indígenas para aplicar la justicia maya, escenificando un ritual que es a un tiempo novedad y evocación del pasado: “Nadie había visto nada semejante ocurrir a orillas del lago, al menos nadie lo recordaba… Los tatas, los abuelos, habían vuelto a caminar por fin. Eran los nahuales otra vez. No sólo la memoria de otros tiempos, los tiempos de los anales, el costumbre olvidado, o reprimido, sino también la autoridad -la misma Policía, “siempre del lado del poder, aunque no siempre del de la justicia”- estaba con ellos. Su tiempo, su cargador -lo demostraban al andar- por fin había despertado.”

Las autoridades mayas, seguidas por una multitud, irrumpen donde el linchamiento estaba a punto de ser consumado, esclarecen los hechos e imparten justicia. Pero la escisión es patente entre los partidarios de la técnica versus los partidarios de lo ancestral. Rey Rosa nos deja claro que el promotor del hospital, aunque viva en las entrañas geográficas del mundo maya, no se siente cómodo y en su fuero interno desprecia la institución que le salva el pellejo.

Por su parte, las autoridades locales expresan su posición ambivalente respecto de la utopía médica, dejando claro que ese presunto avance de la civilización pertenece a un pasado maya ya superado: “Entendemos la naturaleza de esas prácticas que acaba de mencionar, señora -empezó a decir, dirigiéndose a Clara-, y es cierto que nuestros antepasados deformaron cráneos para curar enfermedades y realzar cualidades. Dejamos de practicarlas hace tiempo. Mucho tiempo. Nuestros médicos usan solamente algunas palabras, algunas yerbas. El bisturí, dicen los abuelos, es signo de impaciencia, de violencia”.

Con un delicado sentido del sarcasmo y la paradoja, tomando en cuenta que las costumbres mayas suelen ser impugnadas por los plumíferos del racismo tildándolas de retrógradas, el personaje de Rey Rosa establece que la utopía moderna fue consumada en el pasado maya. Y para terminar de hundir la estocada, añade que se trata de una utopía superada en el presente.

TIEMPO DE GRANDES DUDAS Y CERTEZAS CHIQUITAS


Nicaragua es un caso relativamente atípico en el tratamiento que los escritores de literatura han dado a la utopía revolucionaria, como también lo fue en el destino de su movimiento insurreccional: defenestró una dinastía que había durado más de cuarenta años, instauró un régimen de planificación centralizada y cedió el poder por la vía electoral.

En 1990, después de la derrota de la revolución en las urnas, precedida por al derrota moral que fue “la piñata” -el saqueo de arcas y propiedades del Estado a beneficio de los altos mandos del gobierno sandinista, que tuvo lugar entre febrero y abril de 1990-, en un intento de luchar contra el desencanto, Eduardo Galeano se pregunta: “¿Termina el sandinismo en algunos dirigentes que no han sabido estar a la altura de su propia gesta, y se han quedado con autos y casas y otros bienes públicos? Seguramente el sandinismo es bastante más que esos sandinistas que habían sido capaces de perder la vida en la guerra y en la paz no han sido capaces de perder las cosas”. Por eso proclama que estamos en un “tiempo de derrumbamiento y perplejidad; tiempo de grandes dudas y certezas chiquitas”.

Ese tiempo se prolongó años y fue el que generó una revisión de la revolución sandinista que cuajaron en varios documentales: “Nica Libre” de Félix Zurita, “Palabras mágicas” de Mercedes Moncada, “Hija del viento” de Gloria Carrión y “Los amantes de San Fernando” y “Último capítulo: Goodby Nicaragua” de Peter Torbiörnsson.

ADIÓS, MUCHACHOS


Generó también memorias que rescatan o sepultan rasgos variados de las utopías del pasado. Como las de Sergio Ramírez, con un título elocuente: “Adiós muchachos”.

Los muchachos eran los revolucionarios que, cuando dejaron de serlo, no tuvieron la entereza ética de estar a la altura de las circunstancias cuando el pueblo les negó su apoyo en las urnas: “La derrota electoral trajo consigo el derrumbe de los principios éticos que cimentaban la revolución, y en el corazón de muchos de esos jóvenes, que empezaron a verse a sí mismos como la generación perdida, nacieron el desencanto, el escepticismo y el encono. El mundo cambiaba a final de los ochenta, se hundía todo el aparato de los ideales, eran destronadas las quimeras”.

En parte, la utopía revolucionaria pereció porque el contexto internacional dejó de serle favorable, pero también porque, como quimera, adolecía de esa desconexión entre realidad e ideal que Sánchez Vázquez le reprocha al quijotismo: “La revolución fue una fuerza transformadora que desbordó a todos, llenó espacios que por siglos permanecieron vacíos y creó la ilusión del futuro, la idea de que todo, sin excepciones, pasaba a ser posible, realizable, con desprecio absoluto del pasado”.

IMPORTA EL IDEAL, NO LOS RESULTADOS


El fardo no sólo estaba en el pasado, entre otras lacras, en el “caudillismo, nuestra más vieja herencia cultural”. También estaba en el presente tan imposible de anticipar y digerir.

Aunque Sergio Ramírez percibe el derrumbe ético como un efecto de la derrota electoral, en otro pasaje del libro reconoce que “el FSLN no estaba preparado, como un todo, para asumir su papel de partido de oposición dentro del sistema democrático porque no había sido diseñado para eso. Su estructura vertical era inspiración de los manuales leninistas, de las imposiciones de la guerra y del caudillismo”.

Habría que ponderar si el verticalismo era sólo una mera particularidad mecánica que hacía del FSLN un artefacto no apto para un sistema democrático o si fue el caldo de cultivo de abusos que corroyeron la ética antes de la derrota electoral. Con casi dos décadas de distancia, Luis Carrión -uno de los nueve comandantes de la histórica Dirección Nacional del FSLN, confesó en una reciente, honesta y penetrante charla que publicó Envío, que desde el principio “se impuso la lógica del partido único” y que “bajo esa lógica empezamos la construcción no de un Estado nacional, sino de un Es¬tado sandinista. Todas las instituciones se sandinizaron... y dentro de esta lógica se impuso la censura de prensa y la re¬presión de cualquier intento de oposición”.

Durante un tiempo, el autoritarismo del FSLN se sostuvo sobre un masivo apoyo popular que se fue erosionando conforme la guerra dejaba su cauda de cadáveres y hambre.

Ramírez fue agudo al captar que todo un ambiente había cambiado desde finales de los 80. La estela de dolor, diría Torres-Rivas, había dejado de satisfacerse a sí misma: “La idea ingenua de que todas las madres veían la muerte de sus hijos en la guerra como un sacrificio necesario había ido desapareciendo”. Una de las consignas más gritadas en las manifestaciones sandinistas era: “Sin una juventud dispuesta al sacrificio, no hay revolución”. El ideal quijotesco no resistió el embate del sentido práctico de Sancho Panza. Y por eso “se pasmó y no cambió en fin de cuentas la historia, como nosotros creíamos que iba a cambiarla”.

Sin embargo, Ramírez sostiene que “en un fin de siglo poco heroico, vale la pena recordar que la revolución sandinista fue la culminación de una época de rebeldías y el triunfo de un cúmulo de creencias y sentimientos compartidos por una generación que abominó al imperialismo y tuvo fe en el socialismo y en los movimientos de liberación nacional”. En la última página de su libro, Ramírez cede la palabra y el veredicto a la hija huérfana de una militante sandinista: “No importan los resultados, importa su ideal. Sobre todo en este tiempo sin ideales”.

EL DOLOR POR LA PÉRDIDA DE UN PROPÓSITO COMÚN


La opinión de Sergio Ramírez coincide, con algunos matices, con la de otros escritores nicaragüenses.

Tras más de una década trabajando en agitación y propaganda para el FSLN y militando en ese partido, Gioconda Belli desmenuza en “El país bajo mi piel” el sentimiento que la embargó cuando, dos meses después que el FSLN dejó el poder tras haber sido derrotado en los comicios, cambió su residencia en un país en revolución, Nicaragua, por Washington DC, el corazón del país que le había hecho la guerra a esa revolución: “Debo decir que no imaginé el sentimiento de pérdida que se me vino encima cuando me imaginé viviendo en ese barrio cobijado de árboles enormes que nos inundaron de hojas doradas en el otoño; un barrio silencioso donde los vecinos eran como fantasmas cuyas sombras furtivas apenas vislumbraba cuando salían o regresaban de sus trabajos. La soledad rodeada de gente, el anonimato, eran experiencias nuevas para mí... Quizás el hombre serio que leía el periódico en la mesa de al lado había sido responsable de escribir recomendaciones sugiriendo las mil y una formas con que Estados Unidos debía conducir la guerra encubierta contra la Revolución Nicaragüense, mi Revolución”.

El declive de la utopía aparece relacionado con la pérdida de relaciones personales. El país donde la gente actuaba “como si estuvieran trazados ya todos los caminos y cada quien seguro con su rumbo” no era un sitio propicio para las utopías.

Los viandantes “en cuyos ojos sentía brillar letreros con advertencias de no traspasar los límites que protegían su intimidad” hicieron que Belli profundizara en su exilio: “En las grandes y anónimas ciudades, la gente no tiene referencia de una historia en común, ni el camino allanado por amistades familiares heredadas de generación en generación... Para mí esta dispersión social, esta ausencia de comunidad, de sentido colectivo, fue un exilio dentro de otro. Me di cuenta de que en Estados Unidos uno sale a la sociedad como quien sale a un terreno hostil, altamente competitivo”.

En ese nove¬do¬so escenario, Belli experimentó en su experiencia personal lo que otros analizan como destino colectivo del istmo centroamericano: “Fue este exilio, el exilio de la intimidad de los demás, la falta de un sentido de pertenencia, de un propósito común, el que resultó más difícil para mí”.

LA UTOPÍA: UNA CARRERA DE RELEVOS
EN UN CAMINO ABIERTO


No obstante, como si estuviera inspirada en Ernst Bloch, Gioconda Belli le sigue encontrando sentido a la función utópica y a los viejos sueños revolucionarios: “Vivida mi vida hasta este punto me atrevo a afirmar que no hay nada quijotesco ni romántico en querer cambiar el mundo. Es posible. Es el oficio al que la humanidad se ha dedicado desde siempre. No concibo mejor vida que una dedicada a la efervescencia, a las ilusiones... Nuestro mundo, lleno de potencialidades, es y será el producto del esfuerzo que nosotros, sus habitantes, le entreguemos... Lo importante, me doy cuenta ahora, no es que uno mismo vea todos sus sueños cumplidos; sino seguir, empecinados, soñándolos”.

Finalmente, sentencia, como si se dirigiera a los que como Castellanos Moya y Morales -también militantes de organizaciones de izquierda- renunciaron a la utopía, ahora reniegan de ella y hablan de los que fallecieron comparándolos con esos jinetes en el cielo que se precipitan al vacío: “Mis muertos, mis muertes, no fueron en vano. Esta es una carrera de relevos en un camino abierto. En Estados Unidos, como en Nicaragua, soy la misma quijota que aprendió, en las batallas de la vida, que si las victorias pueden ser un espejismo, también pueden serlo las derrotas”.

¿QUÉ SERÍAMOS SI NO SOÑÁRAMOS?


La posterior novela de Belli, “Waslala” narra la búsqueda de un lugar utópico al que se ingresa por una apertura del espacio-tiempo, vedado a quienes no tienen fe. Las vacilaciones interfieren con la energía colectiva del lugar y lo tornan inaccesible.

Para llegar a Waslala hay que internarse en un territorio dominado por los hermanos Damián y Antonio Espada (Daniel y Humberto Ortega), que año con año se están volviendo más “desalmados, implacables y tozudos”. Antonio Espada reniega de la utopía: “¿A quiénes si no a los poetas se les ocurrió Waslala? Y la idea prendió. ¿Cómo no va a querer la gente creer en un lugar encantado, sin conflictos ni contradicciones? En un país maldito como éste, es una noción irresistible. Sólo que es mentira. La única verdad posible, la única certeza, es tener poder, ser fuerte para imponer las reglas del juego, para ser el principal jugador”.

Estas palabras evocan aquellas con las que Humberto Ortega da muestra de su sentido práctico en el documental Nica Libre de Félix Zurita, de 1997, el mismo año en que Belli puso punto final a su novela: “Hay una jerarquía, pues -dice Ortega-. Al estadio entran cien mil, pero en el palco ca-ben quinientos. Por mucho que usted quiera al pueblo, no puede meterlos a todos en el palco” Sólo los poderosos caben ahí y llegan ahí a dirigir el juego.

En “Waslala”, la carta que Engracia dirige a Melisandra contiene en pocas líneas el mensaje que toda la trama insinúa: “¿Qué seríamos los seres humanos si no soñáramos? ¿En qué mundo plano, mediocre, cínico, viviríamos? La humanidad se ha construido persiguiendo sueños. Pero, a medida que el mundo se complica, se nos dice que la era de los sueños ha terminado. Hemos soñado bastante ya y es hora de que seamos prácticos y nos demos cuenta de que los sueños son peligrosos. Sí que lo son, Melisandra. Son tan peligrosos, como necesarios”.

Engracia se erige en la antagonista de Antonio Espada y de su sentido práctico. Pero a Engracia no se le escapa el choque entre necesidades cotidianas e ideales. También Sergio Ramírez registró ese choque entre ese ideal “de que todo, sin excepciones, pasaba a ser posible” y los sacrificios humanos que se pagaban por realizar los sueños.

Engracia arriba a la misma conclusión -y la radicaliza- en las palabras que cierran el libro: “Quizás Waslala nunca llegue a ser el ideal que nos propusimos. Es lo más probable, pero la vida me ha convencido de que la razón de ser de los ideales es mantener viva la aspiración, darle al ser humano el desafío de que en la capacidad de imaginar lo imposible estriba la grandeza, la única salvación de nuestra especie”.

CUANDO LA UTOPÍA SE DESVANECE


Waslala pareció cuando los poetas que la gobernaban se desgastaron en el ejercicio del poder. De ahí se infiere que a los poetas se les daba soñar Waslala, no administrarla. Y es que la utopía se sostiene por la fabulación, por la capacidad de darle vida a la fantasía que moviliza deseos, aspiraciones y las mejores potencialidades humanas. Por eso, la fantasía adquiere tanto valor como la realidad.

La fantasía hizo funcionar Waslala. Y ese sueño atrajo a una multitud de visitantes y así fue dejando de ser una propuesta de futuro y se convirtió en una realidad presente.

Ramírez también dio cuenta de ese flujo de solidaridad internacional, cuando Nicaragua estaba en el epicentro de las utopías revolucionarias: “Gente de todas partes se mantuvo viniendo a Nicaragua a hacer de todo, en una operación de solidaridad que sólo tiene paralelo con la que despertó la causa de la República durante los años de la guerra civil española”. Para todos ellos Nicaragua fue “una revancha tras los sueños perdidos en Chile, y aún más allá, tras los sueños perdidos de la República española, recibidos en herencia”.

En el mundo exterior a Waslala, como en el contexto internacional en el que se desarrollaba la revolución sandinista, hubo cambios drásticos y al interior de la utopía “se cuestionó en nuestras reuniones el propósito de mantener un sueño que ya nadie buscaba, que a nadie parecía interesar” y el ideal se descartó por inalcanzable. La fantasía se desvanece cuando deja de alimentar los sueños e inspirar acciones.

Ése es uno de los talones de Aquiles de las utopías de todos los tiempos. Las utopías pueden debilitarse o mostrarse nada factibles cuando las condiciones objetivas no las favorecen, pero sólo mueren cuando no hay subjetividades que las crean y difundan.

¿Cómo las subjetividades de las mujeres y hombres de la calle vivieron o sufrieron las utopías centroamericanas? ¿Qué huellas han dejado en las gentes de a pie tantos sueños soñados y truncados...? Continuará...


INVESTIGADOR ASOCIADO DEL INSTITUTO
DE INVESTIGACIÓN Y PROYECCIÓN
SOBRE DINÁMICAS GLOBALES Y TERRITORIALES
DE LA UNIVERSIDAD RAFAEL LANDÍVAR DE GUATEMALA
Y DE LA UNIVERSIDAD CENTROAMERICANA
“JOSÉ SIMEÓN CAÑAS”DE EL SALVADOR.

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