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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 451 | Octubre 2019

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Centroamérica

“La recesión global y las políticas anti-migrantes de Trump serán una combinación explosiva en Centroamérica”

Arturo Grigsby, economista y miembro del Consejo Editorial de Envío, presentó algunas realidades económicas que le esperan a la región centroamericana en los próximos años, en el Seminario de Reflexión que anualmente organiza la Comisión de Apostolado Social de los Jesuitas en Centroamérica, en una charla que transcribimos.

Arturo Grigsby

En un estudio hecho recientemente, en este 2019, por el BID (Banco Interamericano de Desarrollo) y el INCAE (Instituto Centroamericano de Administración de Empresas), titulado “Futuro de Centroamérica: Retos para un Desarrollo Sostenible”, aparece un dato que me sacudió: un cuarto de millón de centroamericanos, 250 mil personas, podrían regresar forzadamente a Centroamérica como resultado de las políticas migratorias del gobierno de Donald Trump. El estudio advierte que nuestra región debe prepararse para ese retorno masivo y para sus consecuencias.

Estudios de la CEPAL (Comisión Económica para América Latina), y del Fondo Monetario Internacional, coinciden con el estudio del BID-INCAE, que documenta detalladamente, en base a estadísticas oficiales del gobierno de Estados Unidos, quiénes serían los afectados por esas políticas, una situación que se entrelaza con las perspectivas económicas menos favorables para Centroamérica en los próximos cinco años.

Centroamérica ha vivido una década de crecimiento económico favorable por la inversión extranjera y las remesas.

Después de la gran recesión global de 2008, la economía mundial, y en particular la economía de Estados Unidos, comenzó a recuperarse, experimentando una expansión sostenida que ha durado casi diez años, un ciclo prolongado, nada frecuente en la historia económica de Estados Unidos.

En Centroamérica, una región que depende tanto de la economía estadounidense, este ciclo de reactivación creó condiciones propicias para que se experimentara durante estos años un modesto crecimiento del ingreso por habitante, en algunos países un poco mayor y más dinámico que en otros. Guatemala, El Salvador y Honduras crecieron menos que lo que Costa Rica, Panamá y Nicaragua crecieron, en el caso de Nicaragua antes de la crisis política de abril de 2018.

Fue un crecimiento asociado a dos factores clave: el aumento de los flujos de inversión extranjera directa y el aumento de las remesas de nuestros migrantes.

La inversión extranjera fue hacia la maquila textil y hacia la manufactura exportadora, al turismo, a las telecomunicaciones, al sector financiero, a la agroexportación y a la minería. Y las remesas crecieron de manera muy sostenida, después de haber caído hasta en un 10% durante la recesión global de 2008. Desde entonces hasta hoy no habían parado de incrementarse. En Guatemala y en Honduras fue donde más se mostró su acelerado crecimiento. Por su parte, la inversión extranjera directa se incrementó especialmente en Costa Rica y en Panamá, sobre todo por la ampliación del Canal.

Hay dos Centroaméricas: la del norte y la del sur.

Es necesario hacer algunas diferencias entre los países de nuestra región, porque hablar hoy de la economía de Centroamérica desde una perspectiva regional no es tan sencillo como lo fue en los años 70, incluso todavía en los años 80.

En aquellos años hablábamos de la economía centroamericana en su conjunto como una economía agroexportadora. Había un hilo común, que iba desde Guatemala hasta Costa Rica, que no llegaba nunca hasta Panamá, porque la economía panameña siempre se diferenció de la del resto por el Canal. También hablábamos en aquellos años de sociedades dominadas por oligarquías terratenientes, hablábamos de la urgente necesidad de reformas agrarias, de una clase media relativamente pequeña…

Hoy Centroamérica ya es otra, mucho más diversa y heterogénea que lo que fue años atrás. Costa Rica y Panamá han tenido durante las últimas tres décadas trayectorias económicas significativamente distintas a las del resto de Centroamérica. En el caso de Panamá, porque la ampliación del Canal ha dinamizado y consolidado su modelo de economía de servicios (logísticos, de transporte, financieros y comerciales). En Costa Rica, porque ya en los años 80, cuando el resto de Centroamérica vivía conflictos bélicos, inició un proceso de transformación de su estructura económica, que le ha permitido depender mucho más de sus capacidades productivas que de las remesas, un caso único en Centroamérica. Y esa transformación fue posible porque Costa Rica ha sido el único país centroamericano que durante décadas ha privilegiado la inversión pública en educación, salud y protección social.

Costa Rica ha logrado modernizar y diversificar su sector agroexportador tradicional y establecer una industria de turismo ecológico de fama mundial. También logró que la maquila industrial pasara de estar orientada a la producción textil a la producción de manufacturas tecnológicas sofisticadas con el ingreso de INTEL, fabricante global de microprocesadores. El establecimiento de INTEL en el país, a fines de los años 90, ha tenido un efecto de “arrastre” para atraer a otras empresas de alta tecnología, incluyendo a fabricantes de dispositivos médicos, de biotecnología, farmacéutica y electromédicos.

En contraste, la principal transformación estructural de los otros países de Centroamérica -Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua- ha sido transitar de la agroexportación tradicional a la emigración de su población, como principal fuente de ingresos externos. Aunque también estos países han tenido paralelamente procesos de modernización y diversificación de sus actividades económicas, incluyendo el incremento de la maquila industrial textil, el turismo, la producción de productos agrícolas no tradicionales y la minería.

El Salvador es el caso más extremo en la región de una economía cuya vinculación principal con el mercado internacional es la exportación de mano de obra. En 2018, y según datos de la CEPAL (Comisión Económica para América Latina), los ingresos provenientes de las remesas de migrantes fueron mayores que la totalidad de sus exportaciones de bienes y servicios.

Guatemala, Honduras y Nicaragua tienen también una importante dependencia de las remesas, pero sus productos de exportación, tanto los tradicionales (café, azúcar y banano) como los no tradicionales -vegetales frescos, camarón, melón, piña…-, el turismo y la maquila textil tienen también un rol importante en la generación de divisas.

El contraste entre la evolución de las economías del norte centroamericano y las del sur se refleja claramente en la importancia que tiene el valor de las remesas con respecto al Producto Interno Bruto (PIB) de cada país. Según un estudio reciente de la CEPAL, en 2018 el valor de las remesas como porcentaje del PIB, representó el 22.2% en El Salvador, el 20.3% en Honduras, el 11.8% en Guatemala y el 10.3% en Nicaragua, mientras que en Costa Rica y en Panamá las remesas representaron menos del 1% del PIB.

El rol clave de las remesas en el crecimiento económico de los tres países del Triángulo Norte y en el de Nicaragua también ha incrementado significativamente la vulnerabilidad de sus economías ante un eventual deterioro del mercado laboral para sus emigrantes en Estados Unidos. En el caso de Nicaragua, cobra también mucha importancia la dinámica de la economía y del mercado laboral de Costa Rica, donde trabajan miles de migrantes nicaragüenses y, a partir de abril de 2018, decenas de miles de exiliados políticos han tenido que huir de Nicaragua hacia el vecino del sur.

Hoy, la recesión global y las políticas anti-migrantes anuncian una combinación explosiva para la región centroamericana.

La economía de Estados Unidos, a la que se ha asociado el crecimiento económico de los últimos diez años en Centroamérica, está emitiendo ya signos claros de que se agota el ciclo de crecimiento experimentado en ese país después de la gran recesión global. Todos los análisis coinciden en que va a haber en Estados Unidos una desaceleración económica, incluso probablemente una recesión. También coinciden en que hay síntomas de que el mercado laboral estadounidense se está debilitando. En lo que no todos coinciden es en cuándo se hará evidente el agotamiento del ciclo de crecimiento económico en Estados Unidos. ¿Será antes de las elecciones presidenciales de noviembre de 2020? ¿Será incluso antes de que Trump inicie su campaña por la reelección? En cualquier caso, ya sabemos que si en Estados Unidos hay un resfrío, en Centroamérica tendremos pulmonía.

El probable fin del ciclo de crecimiento en Estados Unidos y en la economía global reducirá los flujos de inversión extranjera directa y de remesas hacia Centroamérica. Y mantendrá la depresión de los precios internacionales de los principales productos de agroexportación tradicional de la región. Según la CEPAL, durante 2018 los precios internacionales del café cayeron en 13.2%, los del azúcar en 22% y los del banano en 2.7%.

Si a las previsibles consecuencias normales de un contexto económico adverso agregamos las consecuencias de la política migratoria de la administración Trump, la combinación es explosiva. Según cifras del gobierno de Estados Unidos, hay poco más de 3 millones de migrantes salvadoreños, hondureños y guatemaltecos en Estados Unidos y el 60% de ellos no tiene regularizada su situación.

El gobierno de Trump ha anunciado varias medidas que obstaculizan que logren regularizarse todas esas personas. Una de las primeras medidas ha sido la suspensión del TPS (Estatus de Protección Temporal), un beneficio que se otorgó a migrantes de diez países (tres centroamericanos) que llegaban a Estados Unidos en busca de protección por causa de conflictos armados o por desastres naturales, como fue el caso de nicaragüenses y hondureños en 1998, afectados por el huracán “Mitch”. O como fue el de los salvadoreños desde 2001 por la situación de violencia extrema en su país. Se estima que en Estados Unidos hay aproximadamente 195 mil salvadoreños, 57 mil hondureños y 3 mil nicaragüenses beneficiados con el TPS.

Con el TPS, que tenía una duración de 18 meses, año y medio, los migrantes tenían derecho a un permiso de trabajo, podían solicitar acceso al Seguro Social, viajar fuera de Estados Unidos y regresar y no podían ser ni detenidos, mucho menos deportados, por razones migratorias. Durante años, el TPS se prolongó una y otra vez hasta ahora, cuando el gobierno de Trump lo ha suspendido. De momento, hay varias demandas judiciales exitosas contra la suspensión del TPS, que han paralizado su implementación. Pero cuando el caso llegue a la Corte Suprema, los magistrados de la Corte, que han votado a favor de las decisiones de Trump en temas migratorios, podrían desestimarlas.

La otra medida que Trump ha tomado es suspender el DACA (Acción Diferida a favor de Niños Migrantes), que desde 2012 beneficiaba a los “dreamers” (soñadores), migrantes que llegaron pequeños a Estados Unidos y están estudiando y por esa condición no podían ser deportados aun cuando estuvieran en situación irregular.

En 2017 el Presidente Trump suspendió cualquier nueva solicitud de jóvenes que querían acogerse al DACA. En la actualidad, los casi 60 mil jóvenes centroamericanos beneficiarios del programa seguirán eximidos de la deportación hasta el año 2020, cuando la Corte Suprema de Justicia decida sobre la legalidad del DACA, aprobado por Barack Obama en 2012. La otra opción sería que el Congreso actuara antes que la Corte y aprobara una ley a favor del DACA, que Trump tendría que promulgar.

A estas medidas anti-migrantes hay que sumar el incremento de los controles migratorios al interior de Estados Unidos, el reforzamiento de las fronteras y el endurecimiento de las políticas de control laboral para los migrantes.

El informe BID-INCAE calcula que las remesas de los migrantes centroamericanos disminuirán en un 7.6% anual, por la supresión del TPS y del DACA. Por comparación, durante la recesión global de 2008, las remesas cayeron aún más, en un 10%.

La confluencia de la recesión global con las políticas migratorias de Trump le presenta a Centroamérica el reto de crecer más y de generar más empleos. En países como los nuestros, donde hay una dificultad histórica para crear empleos de calidad, una avalancha de decenas de miles de retornados crearía una crisis difícilmente solucionable en el marco de un contexto económico ya adverso.

La capacidad de los países centroamericanos de responder a una crisis de esta magnitud también se encuentra severamente limitada por la falta de legitimidad social de sus gobiernos y por la inestabilidad política en la que están actualmente, con la posible excepción de El Salvador. El caso de Nicaragua es el más problemático porque la crisis política, que no se resuelve, encuentra al país en una recesión económica aguda, sin mejoría a la vista. Tampoco Costa Rica quedará inmune a todo esto, ya que no va a crecer a los ritmos que venía creciendo en toda esta década al tener que absorber a un número tan alto y creciente de migrantes y exiliados nicaragüenses.

Las deportaciones masivas agudizarán los conflictos sociales y profundizarán el deterioro de las condiciones de vida de la población. Las perspectivas de la economía global no son alentadoras. Y las perspectivas para la economía centroamericana son aún más desalentadoras. En conclusión, el futuro económico inmediato pinta sombrío para Centroamérica.

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