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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 227 | Enero 2001

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Nicaragua

Sala de urgencias: el agro a cuidados intensivos

Mientras esperamos los datos del próximo Censo Agropecuario, ya podemos hacer este diagnóstico. Las cifras hablan. Gritan. Y lo que dicen nos obliga a pensar y a tomar decisiones que superen inercias y rutinas.

José Luis Rocha

Para despedir el año 2000, los voceros del Banco Central de Nicaragua presentaron las cifras del crecimiento económico nacional en el acostumbrado género glorioso que sólo cala ya entre los optimistas desinformados y los incondicionales que hacen apología de sus propias acciones. Ante el escepticismo de economistas independientes que calculan una tasa de crecimiento no superior al 4%, el crecimiento oficial del PIB se proclamó en un 6%. Los independientes recordaron otras cifras: si en 1999 la construcción creció en un 53% -en buena parte debido a la reposición de infraestructura destruida por el Mitch-, en el 2000 su crecimiento fue apenas del 9%; y el comercio, cuyo volumen creció en 1999 en un 6%, en el 2000 sólo lo hizo en un 1-2%.

El economista José Luis Medal puso el dedo en la llaga al señalar que, según documentos oficiales presentados al Grupo Consultivo en abril de 1998, las exportaciones de Nicaragua debieron haber alcanzado un monto de 1,040 y 1,140 millones de dólares en 1999 y en el 2000, pero en la realidad las exportaciones fueron sólo de 544 millones en 1999 y de 600 millones en el 2000. Todo el optimismo debería desplomarse ante la evidencia de que nuestras importaciones superan a las exportaciones en más de mil millones de dólares: apenas vendemos poco más del 50% de lo que compramos.

Aparte del nada desdeñable "detalle" de que jamás especifican las cifras oficiales cómo se distribuye el crecimiento que se proclama, el cálculo se hace de la manera más convencional, sumando los "bienes" y omitiendo los "males" añadidos. Entre ellos, los químicos vertidos por las granjas camaroneras en el Estero Real, el avance de la frontera agrícola y la consecuente deforestación y daño a las cuencas hidrográficas, el congestionamiento y el ruido producido por el tráfico, las toneladas de basura no reciclada ni reciclable, la inseguridad ciudadana, el aumento de la prostitución, el trabajo infantil, el peligro de extinción de especies animales, la corrupción que ahuyenta a los inversionistas y tantos otros "males" que minan el futuro crecimiento. Acertadamente, el economista inglés E. J. Mishan observó hace años que si los países valorasen justamente cada año estos "males", o bienes negativos, y si se tuviesen en cuenta en las estimaciones del ingreso nacional "real", probablemente nos encontraríamos con un crecimiento económico negativo a lo largo de los años.


Estamos peor alimentados

Más grave aún es el olvido de otros indicadores, que de forma más clara proporcionan una noción de cómo viven los nicaragüenses y de cómo anda el sector agropecuario en Nicaragua, un país tradicionalmente agropecuario. Las estadísticas del informe anual de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) son optimistas respecto del avance experimentado por la humanidad en sus niveles de alimentación: en 1950 el consumo per cápita era de menos de 2,450 kilocalorías y hoy, los 6 mil millones de seres humanos que vivimos en el mundo consumimos un promedio de 2,700 kilocalorías per cápita. Los países desarrollados alcanzan un consumo de 3,220, mientras los subdesarrollados consumen 2,627. En América Latina y el Caribe el ascenso, comparando el promedio de ciertos trienios, ha sido notable: de 2,340 kilocalorías en 1961-63 a 2,600 en 1976-78, a 2,710 en 1988-90, y a 2,770 en 1995-97. Nicaragua no ha experimentado este ascenso. Alcanzó su pico máximo de consumo de calorías (2,400) en 1986, siendo esta cifra inferior al consumo promedio mundial de 1950.

El último dato de la FAO sobre Nicaragua data de 1998, cuando el consumo era de 2,208 kilocalorías, lo que nos colocaba por debajo del consumo de 1972 (2,249) y en una posición bastante inferior al consumo de los vecinos centroamericanos: Costa Rica (2,781), El Salvador (2,522) y Honduras (2,343). En Centroamérica, sólo el consumo de Costa Rica supera el promedio de los países subdesarrollados. Al repasar estas cifras, no está de más señalar lo obvio: las cifras promedio camuflan la convivencia de dos extremos: la obesidad de nuestros ministros y la desnutrición de la gente de los barrios marginales. Hay que estar claros que los promedios siempre ocultan a una gran mayoría que sobrevive como puede por debajo de esos promedios.


Estamos peor nutridos

Una situación semejante se observa en los datos sobre el consumo de proteínas. En 1998, Nicaragua consumía 53 gramos de proteína por persona al día, consumo bastante inferior al de 1977 (67 gramos) e incluso al de 1972 (66 gramos), también por debajo de los consumos actuales de Costa Rica (76), El Salvador (63) y Honduras (58). Deja perplejo el hecho de que Honduras, que ahora supera a Nicaragua, sólo alcanzó hasta 1988 el punto en el que Nicaragua se encontraba en 1972. El avance de Honduras obedece a un crecimiento económico sostenido. En general, los países de la región presentan una tendencia sostenida al ascenso, en contraste con las oscilaciones de Nicaragua, que son debidas a grandes flujos de ayuda alimentaria y a un continuo descenso en la producción agropecuaria, trágica combinación que ha dejado a este país en un nivel nutricional inferior al que tenía hace 28 años. Si actualmente Nicaragua experimentara un ascenso gradual semejante al de Honduras a lo largo de las últimas décadas, nos tomaría más de 15 años llegar al consumo de 2,400 calorías per cápita al día. Como en muchas otras áreas del acontecer nacional, la incertidumbre se impone también en el futuro del "pan nuestro de cada día".

El consumo de calorías procedentes de productos animales ha caído aún más dramáticamente. En 1972 en Nicaragua se consumían 387 kilocalorías de alimentos animales. El consumo pico se alcanzó en 1976, con 432 kilocalorías. Actualmente, el consumo es de apenas 171 kilocalorías, lo que nos sitúa muy por debajo de Costa Rica (472) y Honduras (348). Aun por debajo de El Salvador (291), país de dieta tradicionalmente pobre en productos animales. En este mismo rubro, el consumo de proteínas actual (12 gramos), que no ha variado en los últimos cinco años, no llega ni al 50% de lo que fue en 1972. Tanto a nivel mundial como centroamericano hemos retrocedido en aquello en lo que los vecinos y el resto del mundo avanzó.

También los patrones de consumo han cambiado y esos giros no han sido para mejorar. La mayoría de la población no vacilará en destacar la superioridad de una cocacola sobre un fresco de pinolillo, de una dona (donut) sobre un polvorón o de una hamburguesa sobre un plato de indio viejo, siguiendo predilecciones que no se orientan ni por lo más barato ni por lo más nutritivo ni siquiera por lo más sabroso. Se trata de un asunto de distinción, y no de buscar un balance proteico-energético. Las fuerzas del mercado van forzando cambios en los patrones de consumo y ciertos bienes dejan de ser demandados porque ya no son asequibles o dejan de ser ofrecidos porque no hay suficiente gente que los demande, mientras la invasión de ciertos bienes cincela los gustos. En tierras de cacao, como son las centroamericanas, descubrir cómo cambiamos del más nutritivo chocolate al nada alimenticio café sería tema para una buena monografía. Sin embargo, la más urgente es la que analice -para transformarlo- otro factor más determinante para la dieta de la población nicaragüense: el drástico descenso en la producción de alimentos.


Un enfermo con pronóstico reservado: retroceso de 50 años

Sigue siendo válido lo que hace un cuarto de siglo observó el Premio Nobel de Economía Wassily Leontief: Cuanto más reducido y menos desarrollado es un país tanto más fácil es que decida explotar su capacidad productiva independientemente de sus necesidades inmediatas e intente salvar la brecha existente entre la producción y el consumo por medio del comercio exterior. En consecuencia, para diagnosticar perfectamente las enfermedades de un país subdesarrollado -y formular un plan de desarrollo realista- es necesario proceder a un detallado análisis cuantitativo de la dependencia que todos los sectores industriales internos presentan, no sólo con respecto a la configuración de la demanda interna final, sino también con respecto a la composición del comercio exterior del país.

El estado de postración del agro nicaragüense se muestra en la creciente dependencia del país en rubros en los que antes era autosuficiente y en la vertiginosa caída de la producción agropecuaria. A nivel macroeconómico nuestra miseria se refleja en el hecho de que el ingreso per cápita aún no llega a ser ni la mitad de lo que era en el año anterior a la guerra (1978) y es aún menor de lo que era al final de la guerra (1990). La producción de alimentos per cápita la calcula la FAO en 95.9 unidades, poco más de la mitad de las que eran en 1972 (172.3) y menos de la mitad de las que fueron en 1979 (204.4). La producción agropecuaria per cápita se calcula en 91.7, no llegando a ser ni la mitad de lo que fue en la década de los 70.

Hemos perdido mucho en autosuficiencia alimentaria. Mientras en los años 70 las donaciones de cereales en Nicaragua no llegaron jamás a las 10 mil toneladas métricas por año, excepto en el año del terremoto (1972) y en el de la insurrección (1979), en los años anteriores al Mitch los miles de toneladas métricas de cereales donados no guardan proporción con el incremento poblacional: 54,666 en 1993, 34,171 en 1994, 33, 402 en 1996, 43, 464 en 1997 y 28, 386 en 1998. Por todos lados se ve que no sólo no hay avances, sino que hay un grave y evidente retroceso. Estamos cincuenta años atrás en un entorno distinto y más adverso.


Patologías severas en cada rama productiva

Cada rama productiva presenta un cuadro patológico severo. La producción de frutas es actualmente de 234 mil toneladas métricas, después de haber sido de 284 mil y de 340 mil toneladas métricas en 1973 y 1978. Honduras, con una superficie menor que Nicaragua, produce 1 millón 350 mil toneladas métricas de frutas. Guatemala produce 1 millón 245 mil y Costa Rica alcanza los 3 millones 59 mil toneladas métricas.

La ganadería languidece. Las existencias de ganado vacuno han caído desde 2 millones 782 mil cabezas en 1978 hasta sólo 1 millón 693 mil en 1999. Incluso en 1972, cuando teníamos la mitad de la población que hoy, en los potreros de Nicaragua se criaban 2 millones 200 mil cabezas de ganado. Si en 1972 había una cabeza de ganado por persona, en 1999 esa relación se redujo a un tercio de vaca por persona. En 1972 los cerdos eran 580 mil y en 1986, en plena guerra, eran 750 mil, pero en 1999 se redujeron a 400 mil, año en que Honduras reportaba 700 mil y El Salvador, con una superficie muy inferior a la de Nicaragua, tenía 335 mil. El comercio agropecuario ha resentido este declive productivo. En 1972 las exportaciones agropecuarias de Nicaragua representaban 191 millones de dólares, contra 26 millones de dólares de importaciones agropecuarias. En 1979 se llegó a 582 millones contra 51 millones en importaciones. En 1998 las exportaciones agropecuarias apenas superaban las importaciones: 279 contra 245 millones. En Costa Rica, esa relación es de 1 mil 803 millones contra 345 millones y en Honduras es de 744 contra 303 millones de dólares. En muchas ramas, las importaciones superan a las exportaciones. En 1972 importábamos 1 millón de dólares en productos lácteos y exportábamos 3 millones de dólares. En 1998 importamos 22 millones de dólares en productos lácteos, exportando apenas 8 millones de dólares, descenso alarmante para un país de tradición ganadera.

La importación de frutas y hortalizas en 1972 fue de 4 millones de dólares, contra una exportación de 6 millones. En 1998 las importaciones en esa rama (29 millones) superaron a las exportaciones (24 millones), mientras otro gallo le cantaba a nuestros vecinos: Guatemala importa 55 millones y exporta 318 millones, Honduras importa 21 y exporta 196 y Costa Rica importa 59 y exporta 928. En 1972 exportamos en arroz 1 millón de dólares y no hubo importaciones. En 1998 se importaron 17 millones de dólares y no hubo exportaciones de arroz. En aceites y grasas las exportaciones en 1972 fueron de 5 millones, contra 4 millones de dólares en importaciones. En 1998 esa relación se invirtió drásticamente: 52 millones de importación contra apenas 2 millones de exportación. Hay que sumar también a nuestros múltiples males la producción vinculada a la agroindustria, que ha retrocedido en cuanto a productos elaborados. Un ejemplo: la venta de productos forestales crece, pero con una clara tendencia a vender más madera en rollo y menos productos con algún nivel de elaboración industrial.


El paradigma de los años 60-70: concentrador e insostenible

El agro que existe hoy en Nicaragua es el resultado de un proceso, en parte orientado por tres diferentes paradigmas del desarrollo. De manera semejante a los paradigmas científicos, los paradigmas del desarrollo tienen una capacidad de supervivencia muy superior a su utilidad práctica y a lo beneficiosos que hayan demostrado ser. En parte, por ser modelos sujetos a una ideología y a los intereses de grupos. Nicaragua ha registrado tres cambios drásticos en los paradigmas durante las últimas décadas. Cada paradigma propuso una estrategia y unos métodos y pretendió dar respuesta a un problema. Cada uno aprovechó a fondo, para no colapsar, una válvula de escape. Y cada uno heredó sus perjuicios a quienes apostaban por el siguiente paradigma.

En las décadas de los años 60 y 70 se aprovecharon las enormes posibilidades de expandir la frontera agrícola. Los daños al medio ambiente no eran cuestionados. Este paradigma se aprovechó también de la considerable mejora en los precios de ciertos rubros, como el café y el algodón. Fue la época del boom algodonero, de la modernización agrícola en base a agroquímicos y a semillas mejoradas, y de la mecanización de la gran hacienda agroexportadora. La inyección financiera que este modelo demandaba llegó de la Alianza para el Progreso, propuesta por la administración Kennedy en 1961 y de la que sólo se beneficiaron los socios de la dictadura somocista.

Para que el paradigma persistiera, los cultivos de exportación desplazaron a los cultivos de granos básicos hacia otras zonas, más desfavorables y menos accesibles, y redujeron notoriamente el bosque virgen tropical. Este modelo concluyó con la revolución, pero tarde o temprano estaba destinado a naufragar por su insostenibilidad ecológica y por la desproporcionada concentración de los beneficios en manos de una élite oligárquica.


El paradigma de los años 80: sostenible con déficit y ayuda externa

En los años 80 el paradigma de la revolución sandinista aprovechó la distribución de la tierra y el parcial consenso que esta política generó. Pero, sobre todo, para subsistir se benefició de la ayuda externa y de expandir impunemente el déficit fiscal. Uno de los factores que alimentó ese déficit fueron las condonaciones sucesivas con que sistemáticamente eran recompensados los cooperativistas, deudores de la banca estatal pero fieles al FSLN.

Como extensiones del Estado-Partido, las empresas estatales y las cooperativas eran mediadoras obedientes de las políticas macroeconómicas, y aceptaron el sacrificio que, entre otros costos, implicaba: unas tasas cambiarias que iban en contra de las empresas orientadas hacia la exportación y que afectaron la capacidad del sistema alimentario nacional de generar las divisas necesarias para su expansión y diversificación; un mecanismo de formación interno de los precios de los productos agrícolas distante de los precios del mercado internacional que desincentivó a los productores; un control distorsionante de las existencias de alimentos que, en definitiva, propició el mercado negro; y un "salario social" del gobierno que sustituía los aumentos del salario nominal por alimentos subsidiados.

El modelo sandinista estuvo plagado de contradicciones: confiscaciones que alentaron la contrarrevolución y rompieron la hegemonía revolucionaria, inviabilidad del sistema financiero nacional, aniquilamiento de la institucionalidad, control de precios para garantizar el subsidio a los trabajadores de la ciudad -con el consiguiente deterioro de los términos de intercambio entre el campo y la ciudad-, y declive de los precios por la introducción al mercado de donaciones de alimentos que se producían aquí o que sustituían a los productos nacionales.

El paradigma de los 80 priorizó la organización gremial, pero con la contradicción interna del verticalismo impuesto desde el Estado-Partido que, en definitiva, aniquiló toda capacidad de negociación del campesinado. Las empresas agrícolas, imposibilitadas por los bajos precios para alcanzar el umbral de renovación, se atenían al ciclo de préstamos y subsiguientes condonaciones que perpetuaban el sistema clientelista. Pese a que la revolución propugnó el "distribuir para crecer", la gran hacienda siguió siendo el tipo de propiedad agraria priorizada, en su modalidad de empresa estatal -llamada Área Propiedad del Pueblo- o en su versión de colectivo privado -las cooperativas-. La aplicación de este paradigma estuvo muy distorsionada por la guerra y aunque eso no permite valorar sus resultados con una única interpretación, es claro que su cultura administrativa, basada en un olímpico desprecio de los costos, permitía al paradigma proseguir, sólo a costillas del déficit fiscal y de la ayuda externa.


El paradigma de los años 90: el culto al mercado

En la década de los años 90 el culto al libre mercado y la contracción del aparato estatal -del crédito público, de la asistencia técnica y de la comercialización estatales- se convirtieron en las líneas centrales de un paradigma marcado por la privatización y por la cesión a la empresa privada de servicios que prestaba el sector público. Reaparece la banca privada (1991) y se cierra el Banco Nacional de Desarrollo (1998). El Instituto Nacional de Tecnología Agraria (INTA) adopta un modelo de venta de servicios de muy reducida cobertura. El resultado de estas políticas es la restricción del crédito y de la transferencia tecnológica. El protagonismo y tutelaje estatal de los 80 fue desmantelado de forma vertiginosa y las estructuras burocráticas del sector público desaparecieron sin dar tiempo a que surgieran iniciativas privadas que construyeran una institucionalidad adecuada a la economía de mercado.

En teoría, el paradigma es claro: el que paga lo suficiente puede comprar. El que paga la asistencia técnica y el que paga las altas tasas de interés tiene asistencia y créditos. En la práctica, desaparece el crédito de largo plazo y el acceso a préstamos de la banca comercial pasa a ser un privilegio de quienes pueden cumplir con los requisitos más convencionales de las garantías hipotecarias. Entre teoría y práctica, aparece el monumental dique de la realidad: en muchas zonas el valor de las tierras supera escasamente el de los insumos requeridos para su habilitación y un elevado porcentaje de las propiedades agrarias carecen de títulos debidamente inscritos. El resultado es la exclusión de la mayoría de los productores. Las grandes haciendas –especialmente agroexportadoras- resultan ser las más dignas de crédito, pero incluso se ven castigadas por una política de sobrevaloración de la moneda que deteriora su capacidad adquisitiva al interior del país en un contexto en el que los precios internacionales de varios rubros agrícolas van cuesta abajo y de rodada.

Este paradigma presenta un rostro demagógico bajo el sólo a veces proclamado lema "crecer para distribuir". Porque el crecimiento se concentra, fundamentalmente, en la infraestructura vial, en clara opción por el cemento, suponiendo que el cemento sentará las bases del desarrollo y que el "resto" vendrá por añadidura. Ese "resto" han sido, fundamentalmente, algunos programas de compensación social que optan también mayoritariamente por el cemento: escuelas, centros de salud, andenes y electrificaciones financiadas por el Fondo de Inversión Social de Emergencia (FISE).

El paradigma ordena que el gobierno se limite a la infraestructura vial y a cincelar las condiciones macroeconómicas a través de la política monetaria. A falta de mejores ideas, el gobierno Alemán pretendió crear cohesión y júbilo en torno al proyecto de hacer de Nicaragua "el granero de Centroamérica". Esto no pasó de consigna vacía, pero justificó la distribución de crédito con criterios más políticos que financieros a través del Instituto de Desarrollo Rural, que operó con fondos del BID y que tuvo unos niveles de recuperación lamentables.

Dado el peso que han alcanzado las ONGs, en los 90 han convivido dos paradigmas. Las ONGs tienen el suyo: han asumido la transferencia tecnológica, los programas alimentarios, el crédito a la pequeña y microempresa rural, los programas de vivienda, nutrición, género, medio ambiente, organización, salud, agua, emergencias, prevención y mitigación de desastres, etc. con una visión más integral y procurando favorecer a los pequeños y medianos productores, pero con una cobertura que no podrá jamás alcanzar a las más de 300 mil familias rurales, especialmente ahora que "la fatiga de los donantes" viene pisándoles los talones.

¿Querty es el responsable?

¿Resultado de la combinación de estos paradigmas? No sólo que no hay avances, sino que el retroceso es evidente. El análisis de la FAO sobre el estado de la agricultura y la alimentación en Asia a mediados del siglo XX parece una descripción de los problemas de la Nicaragua de hoy: productividad muy inferior al promedio de la de los países subdesarrollados, aprovechamiento extensivo de la tierra, buena parte de la población rural empleada en la producción de una alimentación que resulta insuficiente, y una mayoría de la población rural viviendo en explotaciones de subsistencia, donde se comen casi todo lo que producen. Estamos 50 años atrás en un entorno distinto y poco favorable al agro. Iniciando el siglo XXI Nicaragua casi está saliendo del XIX. ¿Por qué este atraso? Tal vez Querty es el responsable, tal vez tantos males se deben a lo que algunos han bautizado como la economía Querty. Pero de eso hablaremos el próximo mes.

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